La experiencia humana empieza con la información acerca del mundo que fluye a través de nuestros sentidos, pero depende de cómo esa información se combine con los estados internos para producir la acción. El sistema motor se extiende por el cuerpo, de las neuronas de la médula espinal a las neuronas del tronco cerebral y la corteza motriz.
Muchas de las estructuras internas que participan en el movimiento están en las profundidades del cerebro. Las estructuras y las funciones se solapan. A veces ni siquiera se consulta al cerebro; es lo que llamamos reflejos. Pero en otros, por ejemplo en el caso de tropezar mientras se camina entonces se convocará a una multitud de circuitos cerebrales que mandan en el equilibrio y la postura. Otros estímulos ponen en marcha secuencias de movimientos que se han aprendido antes.
Para sobrevivir es esencial que se adquieran numerosos repertorios de acciones automáticas. Imagínese lo siguiente: suena el despertador, se despierta y tiene que decirle al cuerpo cómo ha de rotar y levantar el brazo, hasta dónde debe extenderlo, cómo ha de moverse el dedo índice, cuánta presión ha de aplicar, y todo eso sólo para que deje de sonar. Luego tendría que dar conscientemente instrucciones de cómo mover sus cuatro extremidades de manera coordinada para salir de la cama y levantarse (con múltiples pasos intermedios). Tendría que concentrarse muchísimo, como hacen los niños de un año, para no hacer otra cosa que poner un pie delante de otro y caminar sin caerse. ¿Ducharse, vestirse, preparar el desayuno, lavarse los dientes, conducir un coche? Olvídelo. Su corteza se vendría abajo con la cantidad de instrucciones motrices.
Si todas las rutinas a las que se recurre cada día a cada hora no se hubiesen automatizado, nunca habríamos ido más allá de las habilidades de un niño. Por ello el movimiento queda totalmente ligado a la cognición.