«Ser consciente»: la autoconsciencia

Antes que nada, la consciencia nos permite darnos cuenta de nuestra propia existencia, de que somos un ente pensante ubicado en los límites físicos de un cuerpo. Somos, en primera instancia, una mente en un cuerpo del que depende esa misma mente. Pero lo más sorprendente es que la consciencia nos permite ser conscientes de ella misma, es decir, ser conscientes de que somos conscientes y poder reflexionar sobre nuestra propia mente y nuestros propios pensamientos. Es la facultad conocida como autoconsciencia o metaconsciencia, probablemente un privilegio de nuestra especie que multiplica el poder de la mente.

La autoconsciencia hace que, por ejemplo, una persona que siente dolor pueda estar preocupada por ese dolor y sus consecuencias, o que quien pierde la memoria pueda pensar que podría tener la enfermedad de Alzheimer. Difícilmente tendríamos esos miedos si no tuviésemos la capacidad de poder reflexionar sobre nuestros propios pensamientos y sentimientos.

Pero esa autoconsciencia que tenemos de nosotros mismos, ¿es estable o cambia?

 Todos sabemos que, por ejemplo, la imagen corporal que tenemos de nosotros mismos puede cambiar por estados emocionales llegando incluso a situaciones patológicas como la anorexia o la bulimia, consecuencia de una distorsión de nuestra imagen corporal. Pero, ¿qué ocurre cuando la imagen corporal que tenemos de nosotros mismos no se corresponde con la información que recibimos, por ejemplo, al despertar de un estado de coma tras un derrame cerebral?, ¿qué hace que no reconozcamos partes del cuerpo como nuestro?

Un aspecto crítico de la autoconsciencia es el sentido que tenemos de estar ubicados en los límites físicos de nuestro propio cuerpo. La propia mente es quien crea ese sentimiento. La percepción que tenemos de nuestro cuerpo es extraordinariamente coherente, de tal modo que hay una gran correspondencia entre todo lo que notamos acerca del mismo, de cómo lo vemos, lo que sentimos al tocarlo, dónde y cómo sentimos cada una de las partes. Ahora sabemos que esa integración multisensorial es necesaria para que tengamos un sentido general y unitario de nuestro cuerpo y para que sintamos que cada una de sus partes nos pertenece. Más aún, el cerebro es capaz de hacer representaciones momentáneas o transitorias de nuestro cuerpo que incluyen cosas externas ligadas a él aunque no pertenezcan al mismo, como la ropa o el reloj.

Pensemos en lo que ocurre cuando cerramos los ojos y gesticulamos con nuestro cuerpo. Tenemos una viva sensación de nuestro cuerpo, de la posición de nuestros miembros y de sus movimientos. La “imagen corporal” es la imagen interna y el recuerdo del propio cuerpo en el espacio y el tiempo. Para crear y mantener esta imagen corporal en cualquier momento dado, una parte de nuestro cerebro combina la información de múltiples fuentes: los músculos, las articulaciones, los ojos y los centros que controlan el movimiento.

Sin embargo, nuestra propia imagen corporal es muy maleable y se puede alterar radicalmente en tan sólo unos segundos. Se han realizado experimentos que demuestran esta situación.

Imaginémonos que nos sientan en una silla con los ojos vendados y que otra persona se sienta delante de nosotros mirando en la misma dirección. Si alguien cogiese nuestra mano derecha y tocase de manera rítmica la nariz de la persona que tengo delante mientras que a su vez esa persona con su mano tocase mi nariz con el mismo ritmo y al mismo tiempo, perfectamente sincronizados, es posible que al cabo de un tiempo tenga la sensación de que mi nariz ha crecido unos cuantos centímetros.  

 

Esta es una ilusión, pero ¿a qué se debe? La información que recibe nuestro cerebro es que los toques en la nariz  están perfectamente sincronizados con la sensación que tengo en los dedos de mi mano. Si son idénticas la explicación más probable es que mi dedo está tocando mi nariz. Pero también percibo que mi mano está a una distancia grande de mi cara. Por lo tanto, mi nariz también tiene que estar lejos. Este experimento puede funcionar aproximadamente en la mitad de los casos pero lo realmente importante es que llegue a funcionar una sola vez: que con solo unos segundos de estimulación adecuada se pueda negar el conocimiento seguro de que uno tiene una nariz normal, la imagen de nuestro cuerpo y  nuestra cara que hemos ido construyendo a lo largo de toda una vida.

Piensen en lo que esto significa. Durante toda la vida, uno va por ahí dando por supuesto que su “yo” está anclado a un único cuerpo, que se mantiene estable y permanente hasta la muerte. Sin embargo, nuestra imagen corporal, por muy permanente que parezca, es una construcción interna totalmente transitoria, que se puede modificar considerablemente con unos cuantos trucos sencillos. No es más que una envoltura que uno ha creado provisionalmente para poder transmitir sus genes a su descendencia.

La consciencia que tenemos de nosotros mismos se crea en la medida que hay una retroalimentación activa. Nuestro propio cuerpo es un fantasma, un fantasma que nuestro cerebro ha construido temporalmente, por pura conveniencia, y que requiere de la retroalimentación para mantenerse.

Si tenemos intención de mover una mano y proponemos una orden, vemos como la mano se mueve. Hay muchos estímulos que nos hacen reconocer partes de nuestro cuerpo, aunque hayamos tenido que aprender a no prestar atención a casi ninguno de esos estímulos, como el roce de la ropa en la piel (aspecto que también puede alterarse tras una lesión cerebral).

Acerca de Myriam Moral-Rato

Comencé mi andadura en el campo de las Neurociencias en el año 1991 y desde entonces no ha dejado de apasionarme este campo. Quisiera compartir con vosotros la pasión por conocernos a nosotros mismos, por indagar y experimentar qué hace nuestro cerebro para permitirnos desarrollar tantas actividades como nos propongamos. ¿Alguna vez nos hemos parado a pensar qué hace nuestro cerebro para por ejemplo poder leer estas líneas: poder verlas, distinguirlas, leerlas y comprenderlas? ¿Y, qué debe hacer nuestro cerebro para poder recordarlas? El trabajo desempeñado como neuropsicóloga me ha permitido observar los cambios que se generan tanto en la persona que sufre un daño cerebral, como en sus allegados y en su entorno, a todos los niveles. ¿Cómo afectaría a nuestra vida si nuestro cerebro no nos permitiese funcionar adecuadamente: podríamos ir al cine, podríamos conducir, podríamos salir solos de casa, o trabajar y estudiar,…? Y si fuese así, ¿cómo saber qué es lo que falla, como poder solucionarlo o paliarlo, cómo poder mejorar nuestra calidad de vida? ¿Y, cómo pueden ayudarme o comprendernos los demás?
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